Castellana 81, el soberbio legado de Sáenz de Oiza en Azca

El arquitecto también es autor de la Basílica de la Hispanidad

¿Cómo levantar un rascacielos de 30 plantas y 85.000 toneladas sobre la bóveda del túnel ferroviario que une Chamartín con Atocha, sin que la estructura colapse? Éste fue el reto que en 1971 planteaba el concurso restringido convocado por el Banco de Bilbao –propietario del solar, en una de las esquinas de Azca– a un grupo de arquitectos, entre los que se encontraban Antonio Bonet, Coderch, Corrales y Vázquez Molezún o Rafael de la Hoz. No obstante, el audaz proyecto de Francisco Javier Sáenz de Oiza (Navarra, 1918-Madrid, 2000) no sólo resultó ganador, sino que alumbró uno de los mejores edificios de oficinas de España, hoy a un paso de ser catalogado Bien de Interés Cultural en categoría de Monumento por la Comunidad de Madrid.


Con apenas 28 años, el joven Sáenz de Oiza ya había obtenido el Premio Nacional de Arquitectura por un proyecto de reforma de la Plaza del Azoguejo, en Segovia, un galardón que repitió ocho años después. En 1949, en colaboración con Luis Laorga, simultanea los trabajos de la Basílica de Nuestra Señora de Aránzazu, en Oñate, y la Basílica Hispanoamericana de la Merced, en el distrito de Tetuán. También desarrolla vivienda social en Fuencarral, Entrevías y Batán, pero no sería hasta los años 60 cuando, de la mano del constructor Juan Huarte, construye uno de sus grandes emblemas arquitectónicos: la singular Torres Blancas, concebida como un árbol de hormigón y en la que vuelca su idea de arquitectura orgánica, influido por las teorías de Lloyd Wright.

Una solución audaz

Una década después confirmaría su genio constructivo en Castellana 81, la torre de Azca. Para la cimentación, Sáenz de Oiza descarta la estructura de árbol, habitual en este tipo de edificaciones, ya que de apoyarse en un solo tronco, el túnel no podría soportar toda la carga del inmueble. Su idea es levantar una estructura en doble tronco, trasladando el peso al terreno a través de dos potentes núcleos de hormigón, situados a ambos lados del túnel, y a partir de ahí crear una trama en voladizo, que fuera transmitiendo las cargas a esos pilares centrales. ¿Cómo? Troceando el edificio en seis pequeños de cinco plantas y estructura de acero, uno encima de otro, y desplegando en la planta inferior de cada uno de ellos un forjado de grandes vigas horizontales. Éstas recogen las cargas de cada “paquete” de plantas y las transmiten al doble núcleo central. El sistema fijaba la existencia de plantas a diferente altura, creando ritmos horizontales en la fachada, apreciables desde fuera.


Con esta estructura de tramas entrelazadas el arquitecto superaba un segundo reto, como era el de concebir un edificio con espacios interiores diáfanos y sin pilares en la fachada. Esto proporciona una máxima flexibilidad a las oficinas previstas, que de este modo podrían distribuirse más cómodamente. El inmueble tiene un coeficiente de utilización de más del 87%.


Pero no quedan ahí las peculiaridades del edificio, cuya planta rectangular está proyectada siguiendo prácticamente la proporción áurea, en consonancia con el “espíritu humanista y matemático” de Sáenz de Oiza. Su cerramiento, independiente respecto de la retranqueada estructura, permite una solución uniforme y con esquinas curvadas. Asimismo, el acero corten y las lunas tintadas en color bronce le dotan de un gran cromatismo y personalidad propia en el skyline madrileño.


La solución al calentamiento de la fachada es otro trazo genial del arquitecto, que diseña unas bandejas de trámex para las fachadas Este, Sur y Oeste, a modo de viseras, que quitan el sol en verano y no molestan en invierno; en la Oeste incluye un segundo nivel de lunas tintadas, una especie de gafas de sol para reducir el sol de poniente, mientras que la fachada Norte se desnuda de elementos, al no ser necesarios para modular el soleamiento. Cada elemento, pues, se adapta o corrige lo preciso para dar respuesta a una necesidad concreta –en línea con la arquitectura orgánica–, pese a lo cual no se pierde la unidad del conjunto.


La 12ª 'punta' de Madrid

El edificio tiene 107 metros de altura, y 37 niveles de planta, 33 de ellos sobre rasante, y es el duodécimo rascacielos más alto de la capital. Como ya hiciera en Oñate o en Torres Blancas, Sáenz de Oiza plantea un acceso al que “se entra bajando”, hundiendo sobre el terreno la entrada, que se rodea de una especie de patio inglés.


Las obras comienzan en 1975 y terminan en 1981. Tras varias fusiones de la entidad bancaria, BBVA vende en 2007 el inmueble a la sociedad inmobiliaria Gmp –propietaria también de Castellana 77, en el interior de Azca–, que plantea una rehabilitación integral del edificio. Del proyecto, a punto de finalizar, se encarga Antonio Ruiz Barbarín basándose en la documentación original, con un escrupuloso respeto a la idea del arquitecto navarro y afán por potenciar su sostenibilidad.


Una rehabilitación que, en el año del centenario de Sáenz de Oiza, realza la obra de uno de los arquitectos españoles más influyentes de la segunda mitad del siglo XX, enemigo implacable del conformismo y del inmovilismo. “Un paisaje de rascacielos es una cosa increíble, como una escultura que no pudieras pagar. Pero, además, funcionan”, diría en una entrevista. Del suyo, añadiría tiempo después que era, como Torres Blancas, “una obra sin sentido” y “llena de defectos”, movida por su “pasión” constructiva. Inconformista hasta el final.

BASÍLICA HISPANOAMÉRICA DE LA MERCED, LA MÁS GRANDE DE MADRID

En 1949 Sáenz de Oiza y Luis Laorga ganan el concurso para la construcción de un templo de la hispanidad: la Basílica Hispanoamericana de Nuestra Señora de la Merced, que habría de erigirse en una zona del entonces extrarradio, cerca del paseo de la Castellana, en la actual calle de Edgar Neville y antigua del General Moscardó. Su proyecto, junto al casi simultáneo de la Basílica de Nuestra Señora de Aránzazu, significarían los primeros pasos hacia un nuevo horizonte de la arquitectura religiosa en España.


El imponente edificio, con 66 metros de largo, 35 de ancho y 42,5 de alto, se considera la mayor iglesia de Madrid. Un cubo exento, de gran austeridad y en el que destaca la enorme verticalidad de su espacio interior, con una cúpula de más de 20 metros de altura, y unas distancias en sus proporciones que definen su personalidad, única en la capital. Tampoco conviene soslayar la precisión de los cálculos para sostener las bóvedas, en una época que carecía del desarrollo tecnológico actual.


La sobriedad decorativa preside el exterior del edificio, que tiene en el hormigón su principal protagonista. Así, la fachada está recubierta de pequeños bloques de hormigón prefabricado, a modo de ladrillos, que a punto estuvieron de desaparecer en 2008, tras una chapucera reforma por unas filtraciones. La portada principal está formada por un muro abierto en su interior a un gran arco de medio punto, continuación de la bóveda, y un sencillo encasetonado en cuyo fondo se extiende un plano de vidrio, como un gran rosetón.


Las obras comenzaron en 1956 y no terminaron hasta 1965, después de muchos problemas y cambios respecto a la idea inicial. Tantos, que a un paso estuvo el propio Sáenz de Oiza de abandonar el proyecto, que en principio preveía dos torres en la fachada principal y esculturas en la portada, que finalmente desaparecieron por motivos económicos, así como también los arcos de hormigón que debían haber ido en la cubierta, en sustitución de los cuales se instaló una insólita estructura metálica, que puede apreciarse desde el interior. Ya dentro, sobresale también el retablo de la Capilla mayor, realizado en 1968 por Joaquín Rubio Camín.

David Álvarez



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